domingo, 30 de septiembre de 2012

Sentido del ridículo


     Me apetecía hacerlo y lo hice, sólo eso, no sin antes mirar a mí alrededor y asegurarme de que no había rastro alguno de ser vivo. Confiando en que por ser temprano y hacer aún algo de calor no pasaría nadie por aquel parque.
     Allí estaba, quieto e invitándome a probarlo, un viejo columpio con asiento de madera.

     No me viene a la mente ningún recuerdo de mi infancia ligado a un columpio, ninguna experiencia agradable o desagradable, sólo sabía que de adulta sentía una extraña atracción por ellos que me llevaba a desear sentarme en todos los que me encontraba y dejarme llevar.

     Fué, lo que se suele llamar "un pronto". Quizá lo provocaba mi subconsciente y lo secundaba mi mente, pidiendo algo que le hiciese dejar de tener los pies en el suelo y escabullirse por unos instantes de la realidad.

     Nunca me atreví a hacerlo, me lo impedía mi marcado sentido del ridículo. Hasta esa tarde de julio, en aquel parque solitario. Mis pasos me llevaron hasta él y sentada con las manos agarradas a las oxidadas cadenas, empecé a balancearme despacito. Tuve que levantar los pies porque me daban en el suelo, y casi sin darme cuenta fui tomando impulso y elevándome cada vez más alto. Cerré los ojos y mi mente se evadió por unos instantes, recuerdo notar cómo se dibujó una sonrisa en mi boca, mientras me venía a la mente que solía comentar, que si alguna vez vivía en una casa, solo pediría tener un columpio en el jardín.

     Y emocionada con el balanceo, noté una placentera sensación de libertad, quizás era parecida a la que sentían los pájaros al volar libres o los pilotos solitarios al surcar el cielo.
     Y de repente, me sacó de mi experiencia sensorial un grito que dijo -¡mamaaaaaaaaaaaaaaa, hay una señora en el columpio! Abrí los ojos y pude ver a un mocoso en pantalón corto que me señalaba con un dedito algo inquisidor. A niños que jugaban alrededor y adultos que me miraban sorprendidos.

     En ese instante deseé que las cadenas se rompieran y salir disparada de aquel lugar, que la tierra se abriese y me tragara o que solo fuese un mal sueño y comprobar que estaba en la cama, pero como nada de eso pasó, me bajé lo más rápidamente que pude, coloqué mi vestido que se me había subido de forma provocativa, por lo que para más inri había estado enseñando mi ropa interior, miré a mi alrededor y con toda la dignidad que me permitía la situación, dirigí la mirada al niño con ojos asesinos y le dije - ¡hala bonito, todo tuyo! Y salí del parque a paso ligero.
     Al llegar a casa, donde noté que mi cara volvía a su color natural y dejaba de parecer un tomate, hice firme propósito de no volver a dejarme atrapar por el canto de sirena de ningún otro columpio malvado.

     Al igual que se suele decir, que si no quieres que se sepa un secreto, no lo cuentes. Si no quieres que nadie te vea hacer algo, no lo hagas, al menos en un parque público...


3 comentarios:

  1. Al no tener miedo a columpiarte no te pierdes esa magnífica sensación de espiritu libre. Una barrera que deberíamos romper cada dia.

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  2. +1 al comentario anterior.

    ¿Por qué no dejarse llevarse llevar por esos cantos de sirena?. Sienta bien hacer el niño de vez en cuando. Hoy dia parece que solo está justificado actuar así enfrente de niños pequeños cuando juegas con ellos (en mi caso, con mis sobrinos).

    Creo firmemente en que todos somos aun unos mocosos y la madurez simplemente es "la capacidad de elegir cuándo actuar como un niño". No dejes de montarte en columpios por lo que diran, ellos en el fondo tambien querrian montarse. Y este hecho te hace mejores que ellos.

    Ea.

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    1. Sienta de maravilla dejar salir al niño que llevamos dentro, de vez en cuando.
      Gracias por leerme. Saludos.

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