Era un pueblo pequeño, hace ya demasiados años, en el que nunca pasaba nada interesante, sus habitantes hacían lo mismo día tras día. Las mujeres muy temprano salían a barrer sus puertas y se daban los buenos días unas a otras como buenas vecinas, algunas, más tarde, salían de sus casas para ir al mercado del pueblo de al lado. Algunos hombres salían a trabajar al campo, otros partían a la mina que había a las afueras, a soportar una dura jornada de trabajo, y los mayores se sentaban en la plaza a esperar que el tiempo pasase.
En el pueblo, había un bar, regentado por dos hermanos, eran los únicos jóvenes del pueblo, María y José, ellos no se habían ido a estudiar ni trabajar fuera, como habían hecho casi todos los demás jovencitos al acabar los estudios primarios.
Al morir la madre de María y José siendo ellos pequeños, el padre los había sacado adelante con lo que ganaba con su bar, que era suficiente para vivir de forma más o menos holgada, ya que era el único del pueblo. Y así, acostumbrados a su monótona vida, y una vez fallecido el padre, decidieron quedarse allí.
Un caluroso día de julio, a media mañana, entró en el bar un joven alto, muy moreno y con aspecto de chico de ciudad. María sintió que su corazón latía más rápido de lo normal, y que sus mejillas se habían sonrojado, así que dio unos pasos atrás para dejar que su hermano le atendiese.
-Buenos días dijo el forastero - dirigiéndose a José pero con la vista clavada en María.
-Buenas caballero, ¿Qué puedo servirle?
Y así comenzaron una charla animada, en la que el joven contó a José que huyendo de la ciudad, por problemas que no quiso desvelar, había conseguido encontrar un trabajo de encargado en la mina de las afueras, y se había comprado una pequeña casa, en la entrada del pueblo, que pensaba ir reformando en sus ratos libres.
María escuchaba atentamente la conversación, mientras iba lavando y colocando las tazas usadas en el desayuno, no podía dejar de mirar de reojo a aquel chico, y hubiera deseado meterse en la conversación, pero como estaba tan nerviosa, no quería parecer tonta ni estropear aquel buen rato que su hermano estaba pasando.
Con el tiempo y las visitas de Mateo al bar cuando salía de la mina, ya que no había muchas más cosas para hacer, se creó una relación entre él y José, en la que María quería ser incluida, pero era verle aparecer y se ponía tan nerviosa que no podía articular palabra hasta pasado un rato de su presencia, y decidió pasar a un segundo plano en esta nueva amistad y limitarse a escuchar las historias de Mateo sobre su vida en la ciudad, su etapa de estudiante, como organizaba el duro trabajo en la mina, etc.
En el bar no servían comidas, la gente iba antes del almuerzo a tomar alguna cerveza y después se iban a sus casas. Pero como María y José sí que comían allí, los deliciosos platos que ella había aprendido a cocinar con los escasos recuerdos de como los hacía su madre y las simples explicaciones que le daba su padre, decidieron que el forastero fuese al bar a comer con ellos, y así no tenía que hacerlo solo. Comían los tres juntos, Mateo volvía a su trabajo en la mina y los dos hermanos simplemente dejaban pasar el tiempo hasta la llegada de clientes en busca de su café y sus partidas de dominó.
María consiguió ir hablando con su nuevo amigo, siempre que José se lo permitía, claro, porque se había vuelto muy parlanchín. Y de vez en cuando podía dar alguna opinión sobre lo que Mateo contaba.
Ella sentía algo raro que no sabía describir, no sabía explicar si se había enamorado o que era lo que le estaba pasando, no lo podía saber, era algo nuevo para ella. Al ver a Mateo entrar por la puerta del bar, su corazón latía más fuerte y su cuerpo se estremecía.
Con el paso de los meses, la admiración, el amor y la pasión que María sentía por aquel chico iban creciendo. Se esforzaba por ponerse guapa para él, por sacar conversaciones a la hora del almuerzo, por intentar provocar una cita, pero todo era inútil. La relación entre su hermano y Mateo se estrechaba, y la de ella con él se enfriaba, o mejor dicho, no llegaba a calentarse todo lo que ella deseaba. Se sentía desplazada y sola, ya que los dos empezaron a salir por los pueblos de los alrededores y a pasar días enteros fuera, ella pensaba que en la ciudad.
María llevaba tiempo dándole vueltas a una idea, confesar al chico de sus sueños, lo que sentía por él. Que desde el primer día que lo vio entrar por la puerta lo deseaba, que se había ido enamorando cada día más de él, que pasaba sus noches pensando en cómo podría hacerle feliz e imaginando como podría ser su vida juntos.
Y armándose de valor, después de pensarlo hasta agotar su mente, un sábado por la noche y aprovechando que José le comentó que iba a visitar a un tío de ambos enfermo para hacerle compañía, decidió darse un baño, perfumarse y ponerse uno de sus mejores vestido e ir a casa de Mateo a confesarle sus sentimientos, a ser lo más sincera y honesta posible. Lo necesitaba si no quería volverse loca.
Al acercarse a la casa de Mateo, las piernas le temblaban cada vez más, le sudaban las manos, y sentía que el corazón le iba a estallar dentro del pecho, pero decidió hacerlo y acabar con aquel sufrimiento y aquella impotencia de no saber si sería correspondida, que la estaba matando desde hacía meses.
Llegó por fin a la puerta de la casa en las afueras del pueblo, había dentro una luz tenue, parecía ser de unas velas, supuso que vendría del comedor, quizás estaría cenando, nunca había estado allí.
Llegó a la entrada, respiró hondo y sin pensarlo para no tener tiempo de arrepentirse, tocó decidida a la puerta. Esta se abrió y apareció Mateo en ropa interior y algo despeinado, su cara se volvió pálida al verla allí plantada, y María que no sabía cómo reaccionar y que no podía controlar su cuerpo, balbuceó un “te quiero Mateo” . A los segundos, sin que el chico de cuidad hubiese tenido aún tiempo de reaccionar y sin que ella pudiese entender como aquellas palabras habían salido de su boca, apareció José liado en una sábana y sudoroso y abrazando a Mateo por la espalda, preguntó ¿Quién es a estas horas cariño?...
Los dos hermanos se miraron tan intensamente, que por décimas de segundo se pudo notar en el aire la vergüenza que sintió José y el dolor que sintió María, que no pudo más que dar media vuelta y correr, ella solo quería en ese instante, huir lo más lejos posible de allí…